Creo que el primero que compré fue en el parque de Tolú,
en unas vacaciones con mis primos. Estábamos sentados en una banquita que
conocía historias de hace mucho, esperando a que los adultos volvieran de
mercar. Al lado había un señor que vendía tarritos de burbujas. Le compramos
cinco y durante lo que restó de la espera llenamos el aire con esferas de jabón.
No estoy segura pero supongo que fue ahí cuando surgió mi
fascinación. Había algo mágico en esas bolitas frágiles que bailaban con el
aire. Se me antojaba de lo más poético su etéreo existir; ahí estaban luego del
soplo, salían hacia arriba a dar pasos junto al viento y luego, puf, habían
desaparecido.
Del día en que encontré su similitud con la realidad si
no recuerdo nada. Pudo haber sido un lunes por la tarde o un jueves después del
café de la mañana, no sé. Quizá había acabado de colgar el teléfono consciente
de que esa sería la última llamada de alguien que creí querer, o me había
enterado de que los papás eran personas y no superhéroes. Quizá no fue siquiera
nada de eso. El caso es que un día me di cuenta de que vivíamos en burbujas,
todos. Burbujas que nos protegían durante un tiempo de alguna realidad incómoda
que aún no debíamos enfrentar. Pero que siendo bombitas de aire y jabón explotaban
inevitablemente, en ocasiones –casi siempre-, mucho antes de lo que hubiéramos
querido.
De esas burbujas no podemos huir, creo. Se van
construyendo a nuestro alrededor sin que lo percibamos y nos acostumbramos
tanto a su apacible existencia que solo las detectamos cuando se están ya
desvaneciendo y a punto de reventar. Pasa cuando dejamos de ser niños y el
mundo ya no tan posible, pasa cuando elegimos una carrera y resulta que no era
lo que pensábamos, pasa cuando tenemos
que ser adultos y no encontramos la manera, pasa cuando perdemos el amor, pasa
cuando descubrimos que el tiempo es limitado. Y pasa, ahora, cuando nos hacemos
conscientes de que hemos perdido una inmensa oportunidad.
Con el resultado del domingo reventamos una burbuja que
se había construido a nuestro alrededor sigilosamente durante estos 4 años y
que se había consolidado en los últimos tres meses con el desborde de mensajes
esperanzadores. Ahora estamos en una especie de transición, -de aceptación si
se quiere-, de cambio de estado. Hacía nada estábamos ahí adentro, seguros,
confiados, y ahora estamos afuera, viviendo con la incertidumbre, propensos a
que la realidad nos haga cicatrices. Sin embargo, no lo entendemos del todo,
porque es demasiado nuevo. Como la burbuja apenas acaba de explotar, todavía
seguimos con el recuerdo y casi que podemos ver la esferita de jabón tintineándose
en el viento.
Entonces seguimos siendo esos niños en Tolú que juegan a
decorar la tarde. Pero, en algún momento, ojala no demasiado pronto, vamos a
caer de la ilusión y nos vamos a descubrir con los pies en el pavimento y la
mirada alzada al cielo intentando encontrar una burbuja que ya ha desaparecido.
Y ahí, solo ahí, vamos a poder entender en totalidad qué es lo que realmente
significa todo esto que ha pasado.
Sara Betancur Carvajal
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